DE LA PALABRA DEL DIA
Cuando los sacerdotes salieron del Santo, la nube llenó el templo, de
forma que los sacerdotes no podían seguir oficiando a causa de la nube, porque
la gloria del Señor llenaba el templo. (1º Reyes 8,10-11)
¿Cómo
vivir esta Palabra?
Edificado el
templo de Dios, Salomón se dio prisa
para colocar en él, el Arca de la Alianza , la señal tangible
de la constante presencia de Yahvé en medio de su pueblo.
El traslado se
realizó con el regocijo general de un pueblo en fiesta. Todos estaban allí, en
torno al rey, para solemnizar aquel día con numerosos sacrificios. Pero después
que el Arca fue introducida en el recinto sagrado, una nube, signo de la
presencia de Dios (la shekiná), llenó el templo de tal manera que nadie podía entrar: los
mismos sacerdotes se vieron obligados a
permanecer fuera.
El templo, el
arca, la nube: imágenes de una realidad mucho más profunda y preciosa. El templo –nos dirá
Jesús- es nuestro cuerpo, nuestra persona, donde Dios desea morar para hacer de
nosotros aquella obra maestra que había soñado desde la eternidad: su imagen
viviente. El arca, el signo de una alianza de amor que se digna hacer con
nosotros el día de nuestro bautismo. La nube, aquella presencia discreta y
operante nos habita. Lo acontecido en María, arca de la nueva alianza, es el modelo de lo que cada uno estamos llamado a ser.
Y así, cuando
en nuestro templo vivimos conscientemente la alianza bautismal y dejamos que el
Espíritu Santo nos invada, dirija nuestros pasos, ninguna otra cosa puede
desviarnos del empeño fundamental de nuestra vida: llegar a ser lo que somos
gracias a aquella llamada que nos hizo
emerger de la nada, es decir, un latido de amor
que refleja en sí la pura belleza
de Dios.
Hoy pasaré un poco de tiempo
contemplando la grandeza de mi ser. Dejaré después que mi corazón entone un himno de agradecimiento y amor.
La
voz de un cartujo
Es necesario creer que Dios está
en el fondo de tu alma, que en ti vive Él su vida eterna, que tu alma, por
tanto, es una iglesia (templo del
Espíritu Santo), un tabernáculo.
Agustín Gullerand