Dios no es un amuleto


Vamos a Siló a traer el arca de la alianza del Señor,  para que esté entre nosotros y nos salve del poder del enemigo. 1 Samuel 4,3

¿Cómo vivir esta Palabra?
Israel había sido atacado por los filisteos y había sufrido una gran derrota. Y he aquí la drástica decisión: llevemos al campo de batalla el  arca de la Alianza.
A primera vista podría parecer un encomiable recurso a Dios, pero en realidad la decisión estaba viciada de raíz,  por la engañosa  pretensión de querer plegar a Dios a los propios intereses: “Venga Dios entre nosotros y  nos salve  del poder de nuestros enemigos”. El arca  no era ya, por tanto, el signo  de una gratuita alianza  de amor, sino un amuleto. La confianza que hace auténtica la oración es reemplazada por la superstición y la magia. Un riesgo que puede infiltrarse siempre y debilitar las relaciones con Dios, sobre todo cuando estamos oprimidos por la angustia y por la sensación de impotencia.
En los momentos más difíciles, cuando la fe está puesta a dura prueba: se querría palpar la presencia de Dios, advertir el calor de su mano cuando la aferrarnos. Su silencio nos pesa y el grito que sale del corazón, grito que en sí sería ya oración,  queda  sofocado por el convulso buscar el modo de poner a Dios “entre la espada y la pared”. La confianza vacila y el abandono sereno se desvanece. Se recurre a todo: novenas, rosarios, peregrinaciones… Cosas en sí óptimas, pero transformadas inconscientemente en talismanes.
Son los momentos en los que es necesario recordar que Él está siempre en medio de nosotros, y por su libre y gratuita opción está siempre pronto para venir en nuestro socorro, pero según  las modalidades y los tiempos por Él establecidos.

Compromiso: Verificaré hoy la consistencia de mi oración para purificarla de eventuales tendencias,  tal vez inconscientes, de manipular a Dios para obtener lo que me parece un bien irrenunciable.

Como los apóstoles, te pido, Jesús, que me enseñes a rezar, superando la tentación  de indicarle al Padre lo que debe hacer.