12 diciembre 2011, lunes. III semana de Adviento



DE LA PALABRA DEL DIA
Oráculo De Balaán […]oráculo del hombre de ojos perfectos. Oráculo del que escucha  palabras de Dios y contempla visiones del Altísimo. Nm 24,15

¿Cómo vivir esta Palabra?
La tradición cristiana ha leído este oráculo de Balaán  en clave mesiánica. Cristo mismo es la estrella que irradia la infinita belleza del Altísimo. A su luz vemos la luz (Sal 36,10). Las moradas del corazón que lo acoge son como áloes seculares plantados por el Señor, como cedros majestuosos que se elevan a los cielos.

El áloe, como es sabido, es símbolo de longevidad, el cedro de fuerza y grandiosidad, atributos de quien recibe la bendición de Dios en Cristo Jesús. En Él se nos da en verdad  el ser  fuertes, vitales y fecundos, como árboles frondosos que en el devenir del tiempo, revestidos de eternidad, dan frutos abundantes, en perenne juventud.

Ciertamente, nosotros, como los cedros y el áloe, permaneceremos tales sólo si dirigimos la mirada hacia el desierto, lugar espiritual de silencio adorante, en el que Dios se complace manifestarse, y nos introduce en su misterio de amor que salva, liberados del velo de nuestra soberbia que impide  la vista y oscurece el corazón.


 Hoy, al entrar en mi corazón, como cedro plantado a lo largo de cursos de agua, me dejaré iluminar por la Luz  que en mí es fuente de vida. Dejaré caer los velos de la banalidad de mis hábitos, que reducen  la  Navidad a distraída profesión de fe o a fútiles regalos.

Rompe, Señor, los velos de mi soberbia y sé luz en mi peregrinar por los caminos del mundo. Que me fascine la senda silenciosa del desierto que conduce  al encuentro con tu Hijo, el Amado, el Esperado. ¡Para que verdaderamente sea Navidad!

La voz de un gran Papa
Danos tus ojos, María, para descifrar el misterio que se esconde tras los frágiles miembros de tu Hijo. Enséñanos a reconocer su rostro en los niños de toda raza y cultura. Ayúdanos a ser testigos creíbles  de su mensaje de paz y de amor.
                                                                                                                      Juan Pablo II