Lunes 16 abril 2012. II Semana de Pascua. 
Evangelio según San Juan 3,1-8. 
Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, que era uno de los notables entre los judíos. 
Fue de noche a ver a Jesús y le dijo: "Maestro, sabemos que tú has venido de parte de Dios para enseñar, porque nadie puede realizar los signos que tú haces, si Dios no está con él". 

Jesús le respondió: "Te aseguro que el que no nace de nuevo de lo alto no puede ver el Reino de Dios. " .
Nicodemo le preguntó: "¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?". 
Jesús le respondió: "Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. 
Lo que ha nacido de la carne es carne, lo que ha nacido  del Espíritu es espíritu. 
No te extrañes de que te haya dicho: 'Ustedes tienen que renacer de lo alto'. 

El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu". 


De la  palabra del día
Como Nicodemo, podemos sentirnos hombres viejos, expertos en años y en desengaños, poco abiertos a la novedad, aferrados a demasiadas cosas que coartan nuestra libertad e impiden que nuestro paso sea ligero, impregnados de rutinas, más espectadores pasivos que testigos creíbles de la Buena Noticia.  
Como Nicodemo, nos hacemos demasiadas preguntas antes de decidirnos a seguir a Jesucristo. Calculamos los riesgos, sopesamos las consecuencias, tomamos precauciones, valoramos los pros y los contras, evitamos la precipitación, y la incertidumbre nos impide avanzar.
Como Nicodemo, escuchamos una palabra que compromete: “tenéis que nacer de nuevo”. No se trata de cambiar este o aquel aspecto, detalles insignificantes de nuestra vida. Es, más bien, un cambio radical, que concierne a la raíz de nuestra personalidad, al tuétano de nuestro ser, y que es obra del Espíritu Santo en nosotros.
Es el Espíritu Santo quien nos otorga una nueva capacidad de creer, de esperar y de amar. Es el Espíritu Santo quien nos hace descubrir la necesidad de encontrar nuevos rumbos en nuestro peregrinar diario. Es el Espíritu Santo quien nos guía por los caminos ciertos de su futuro.La fuerza del Espíritu Santo hace eficaz en nosotros la palabra de Jesús.
Hoy, en mi pausa contemplativa, pediré la gracia de dejar que el Espíritu haga su obra en mi, abriéndome a la novedad de esta Pascua, la de este año, aquí y ahora, en esta etapa nueva de mi vida que estoy viviendo. 

Comentario de san Juan de la Cruz, poeta y místico: «El que ha nacido del Espíritu, es Espíritu»
        Porque, como el mismo san Juan dice en otra parte: El que no renaciere en Espíritu santo, no podrá ver este reino de Dios (3,5) que es el estado de perfección. Y renacer en Espíritu santo en esta vida, es tener un alma semejante a Dios en pureza, sin tener en sí alguna mezcla de imperfección, y así se puede hacer pura transformación por participación de unión, aunque no esencialmente.
        Y para que se entienda mejor lo uno y lo otro, pongamos una comparación. Está el rayo de sol dando en una vidriera. Si la vidriera tiene algunos velos de manchas o nieblas, no la podrá esclarecer y transformar en su luz totalmente como si estuviera limpia de todas aquellas manchas y sencilla. Antes tanto menos la esclarecerá cuanto ella estuviere menos desnuda de aquellos velos y manchas, y tanto más cuanto más limpia estuviere. Y no quedará por el rayo, sino por ella; tanto, que, si ella estuviere limpia y pura del todo, de tal manera la transformará y esclarecerá el rayo, que parecerá el mismo rayo y dará la misma luz que el rayo. Aunque, a la verdad, la vidriera, aunque se parece al mismo rayo, tiene su naturaleza distinta del mismo rayo; más podemos decir que aquella vidriera es rayo o luz por participación.
        Y así, el alma es como esta vidriera, en la cual siempre está embistiendo, o por mejor decir, en ella está morando esta divina luz del ser de Dios por naturaleza, que habemos dicho.
        En dando lugar el alma, que es quitar de sí todo velo y mancha de criatura, lo cual consiste en tener la voluntad perfectamente unida con la de Dios, porque el amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios, luego queda esclarecida y transformada en Dios.