8 noviembre 2011, martes. XXXII semana Tiempo ordinario
De la Sagrada Escritura para Hoy
Del libro de la Sabiduría 2,23: Dios creó al hombre incorruptible, lo hizo imagen de su misma naturaleza.
¿Cómo vivir esta Palabra?
El Libro de la Sabiduría remite directamente al Génesis, donde se describe el origen de la insondable grandeza del hombre. Una realidad a la que nos hemos acostumbrado de forma que no paramos mientes en ello, sin embargo, en verdad, leemos en el salmo: “lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad” (sal 8,6). Una grandeza de ‘constitución’ y no añadida después. En nuestro ser profundo somos “imagen de Dios”, existimos como tal y en cuanto tal.
Imagen, en el sentido bíblico del término, no quiere decir reproducción de una realidad que está en otra parte, sino presencia de ella. Por tanto, en mí hay una impronta divina esencial, que me constituye para lo que soy, de tal forma que atentar contra ella equivale a autodestruirme, introduciendo en ella un principio de corrupción, que es la muerte que, precisamente la Biblia la liga intrínsecamente al pecado.
En cambio, el desarrollar todas las potencialidades de mi ser me hace cada vez más, transparencia de Dios que es luz: “resplandecerán como centellas”, explicita la Sabiduría (3,7). Y esto es la santidad, la llamada a ser lo que soy, a mi plena realización, y lo que me marca desde el primer instante en el que llego a la vida. Sí, mi vocación es la santidad.
Hoy quiero detenerme a considerar mi insondable grandeza y la vocación a la santidad que se deriva de ella. No puedo, no tengo derecho a acantonarla con ligereza, y mucho menos a envilecerla ¿Cuál será entonces el compromiso que de ello se deriva?
Señor, llamándome a la vida has puesto en mis manos el valor de mi mismo ser. Ayúdame a hacerlo madurar hacia aquella plenitud que es la santidad.
La voz del Papa Benedicto XVI
Querría invitar a todos a abrirse a la acción del Espíritu Santo, que transforma nuestra vida, para ser también nosotros como teselas del gran mosaico de santidad que Dios va creando en la historia, para que el rostro de Cristo resplandezca con la plenitud de su fulgor.