25 de octubre 2012, jueves. XXIX semana Tiempo Ordinario

Pablo a los Efesios 3,14-21:

Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, pidiéndole que, de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así, con todos los santos, lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios. Al que puede hacer mucho más sin comparación de lo que pedimos o concebimos, con ese poder que actúa entre nosotros, a él la gloria de la Iglesia y de Cristo Jesús por todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén.

Salmo 32 R/. La misericordia del Señor llena la tierra

Lectura del santo evangelio según san Lucas 12,49-53:

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.» 

DE LA PALABRA DEL DÍA

“Que Cristo habite en vuestros corazones por medio de la fe”.  Efesios. 3, 17a

¿Cómo vivir esta palabra?

            El párrafo de Ef. 3, 14-21 es la lógica conclusión de una argumentación articulada sobre el ministerio apostólico de Pablo; ministerio que forma parte del Plan salvífico de Dios, según el cual, tanto los paganos como los judíos están llamados a formar un solo cuerpo y a participar de una misma herencia. Pablo dobla la rodilla y en esta actitud de humilde confianza se dirige al Padre, autor del Plan de salvación. La oración confiada y personal se convierte en oración de intercesión por todos los creyentes, con un único y gran deseo: que Cristo habite, por medio de la fe, en el corazón de cada uno.
            Tres son las súplicas de Pablo. La primera (3, 16-17) se refiere a la gloria divina manifestada en la historia de la salvación: gracias al don del Espíritu y a una comunión personal con Cristo, se hace posible la fe; la persona llega a encontrarse con Dios en el centro mismo de su ser. La vida de fe en comunión con Cristo y su Espíritu nos lleva al amor oblativo como expresión generosa, perseverante y constante. La segunda (3, 18-19a) tiene en cuenta el don de conocimiento, entendido no como razonamiento, sino como revelación del amor de Cristo; un amor tan grande que no puede limitarse o condicionarse por palabras humanas, ni por dimensiones espaciales. Este conocimiento está en continuo crecimiento, es dinámico: cuanto más se ama, más se conoce y viceversa. La tercera (3, 19b) nos da luz acerca del fin supremo del proceso del conocimiento: llegar a la plenitud, a la de Dios, que se nos ha revelado por Cristo, por su Amor.
            Llegado a este punto la oración personal de Pablo se hace comunitaria: es el “nosotros” quien eleva su alabanza a Dios con la certeza de que Él puede cumplir en nosotros mucho más de lo que somos capaces de pedir. Convinción que también hoy nosotros compartimos y expresamos con nuestro “Amén”:

            A Aquel que tiene poder sobre todo, mucho más de cuanto podemos pedir o pensar, según la fuerza que obra en nosotros; a Él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén


La voz del beato testigo que hoy recordamos
            “El amor es la más benéfica, universal y santa de todas las fuerzas naturales, por la cual la persona sale de la clausura del “yo” para darse y convertirse en fuente viva y luminosa para otras vidas en el mundo”
                                                                                                          Don Carlo Gnocchi